Apuntes Incorrectos

González, Zapatero y la indecencia

González, Zapatero y la indecencia
González, Zapatero y la indecencia

Los espíritus más tiernos y condescendientes han querido ver en la intervención de Felipe González en el Congreso del PSOE en Valencia una reprobación en toda regla del ‘sanchismo’. Y lo dicen porque reivindicó el régimen de 1978, la vigencia de la Monarquía parlamentaria, animó al líder a que estimule la libertad en el partido para que cualquiera pueda expresar opiniones críticas y no banales, e incluso porque, siendo contrario al llamado neoliberalismo, defendió la necesidad de promover un sistema económico eficiente, que rinda beneficios, y que no incurra de nuevo en los pésimos registros que han sido indefectiblemente consunstanciales al socialismo cada vez que ha gobernado, por ejemplo bajo su égida. También, porque repudió los devaneos con las dictaduras venezolana y cubana del actual Ejecutivo, asistido por Borrell desde la Unión Europea y por el sátrapa Zapatero desde el continente americano.

A mí este despliegue verbal me ha parecido un mero ejercicio de retórica, de comensalismo propio. Farfulla política sin valor alguno. No quiero decir que González no crea en lo que dijo. Lo que sostengo es que no tiene la menor importancia. Lo más trascendental que sucedió en el congreso de Valencia es que Felipe González compareció allí, que se hizo presente, a pesar de haber echado pestes de Sánchez durante tiempo, y que luego al final de su intervención dijo lo siguiente: “El secretario general sabe que estoy disponible, sabe que digo lo que pienso y que pienso lo que digo, sabe que no interfiero. Esa es mi disponibilidad y mi lealtad es con el proyecto político que encabecé durante 23 años y que ahora encabezas tú, Pedro Sánchez. ¡Adelante!”.

¡Adelante! Esto fue lo notorio. Esto es lo más sabroso que ocurrió en Valencia. Que González bendijo a Sánchez, al que le dio un enorme abrazo aparcando sus supuestas diferencias. Esa fue la foto para la posteridad. Lo que cuenta. Así se pudo constatar, de esta manera tan propia de la saga El Padrino de Coppola, que el Partido Socialista es una formación de lealtades inquebrantables, que es una secta perfectamente abrigada en la que cuando, como señalan las encuestas, el poder está en peligro, la unidad en torno al líder del momento se impone a cualquier tentación de heterodoxia.

Como la gente que asistía al congreso era básicamente de condición ovina, no sabía qué hacer ante la intervención de González. Si aplaudir o no. Este apunte de infantilismo tiene su explicación. El ex presidente del Gobierno hace tiempo que ha perdido el favor y el cariño de la militancia. Y no me discutan, porque conozco a los socialistas más que a mi madre. La mayoría de ellos lo ha tachado de su lista por cosas tan prosaicas como su modo de vida y el dinero fabuloso que ha ido ganando lícitamente desde que abandonó el poder y que no es el propio del ascetismo que siempre ha mostrado al antiguo alter ego y anacoreta Alfonso Guerra. Otros porque, al mismo tiempo, han pensado equivocadamente que González se había derechizado cuando, tal y como puso de manifiesto en el congreso de Valencia, no ha sido así.

El caso es que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, quizá ha llegado la hora de desmitificar la figura de González, al que los espíritus tiernos de los que hablaba al principio siguen considerando un estadista. No es el caso en absoluto. Durante los catorce años que estuvo al frente del Gobierno, el señor González hizo mucho daño a la nación. Fue el promotor y el causante de la politización de la justicia, fue el que alentó la clasificación de los magistrados entre conservadores y progresistas sin consideración alguna hacia su carrera, mérito y competencia profesional, aupando a militantes de su cuerda a los tribunales sin pasar por las oposiciones correspondientes; destrozó el sistema educativo para hacerlo igualitario y al tiempo inservible para que los jóvenes encuentren un empleo decente; y esto lo hizo con dos peones de lujo injustamente sobrevalorados como los ministros José María Maravall y el insigne Alfredo Pérez Rubalcaba, dos sectarios irreductibles pero leales a las siglas y al objetivo de instalar a la nación en la mediocridad y la dependencia del sostén público.

En el terreno económico, González fracasó estrepitosamente. Cuando fue desalojado del poder en 1996, el déficit público del país era del 7%, la inflación estaba desbocada y la tasa de desempleo rebasaba el 20%. No me lo invento. Son datos objetivos. Hizo algunas cosas positivas, desde luego. La principal fue arrancar de Bruselas los flamantes fondos de cohesión que nos han permitido desde entonces, gracias a la generosidad del canciller alemán de la época Helmut Kohl y al apoyo del francés Jacques Delors, vivir por encima de nuestras posibilidades construyendo un Estado de Bienestar sobredimensionado que imparte la cultura del subsidio por doquier e impide la producción en serie de ciudadanos adultos y responsables.

Pero en Valencia compareció otro personaje para el que, a estas alturas de sus desatinos, enriquecimiento ofensivo y negocios turbios no encuentro calificativo. Se llama José Luis Rodríguez Zapatero. Estos días, el ex que hundió el país que rescató Mariano Rajoy con la ayuda de Bruselas anda de gira diciendo que el Partido Socialista, y naturalmente él mismo, fueron los que derrotaron a ETA devolviendo a la nación española una suerte de pax romana. Quizá haya todavía alguien que se lo crea. Lo doy por hecho, porque la robusta y fogosa artillería mediática comprada por Sánchez lo repite sin descanso estos días aciagos. Pero la verdad se aleja mucho de esta suerte de leyenda.

Lo cierto es que después del atentado de la T-4, Zapatero siguió negociando con la banda terrorista no tanto su extinción como su acomodo en el régimen político vigente. ETA estaba derrotada militarmente desde hacía tiempo, a pesar de las componendas del presidente y de Rubalcaba -ya como ministro del Interior- para evitarle una humillación, aunque a estos efectos se cometieran actos infames como avisar a los terroristas para que escaparan antes de ser detenidos en el bar Faisán de Irún, por ejemplo. Lo que necesitaba el abertzalismo criminal era sobrevivir y encontrar, para conseguir sus objetivos políticos, una vía más eficiente que el uso de las armas, que siempre dejan un reguero de sangre molesto. Y esto fue lo que les proporcionó Zapatero.

A diferencia de Aznar, que tuvo el coraje de ilegalizar a Batasuna, Zapatero permitió la legalización de Sortu y luego de Bildu, primero empujándola políticamente desde el Consejo de ministros, y después, tras los recursos correspondientes, logrando que el Tribunal Constitucional -que entonces manejaban los socialistas gracias a la politización de la Justicia entronizada por González-, habilitara a los representantes de los terroristas para presentarse a las elecciones. Y así ETA sigue viva en los parlamentos del País Vasco y de Navarra, en miles de municipios del norte de España, y aún más, es imprescindible para la continuidad de Sánchez en el Gobierno.

Esta es la realidad que bendijo Felipe González con ese abrazo contemporáneo de Vergara al actual presidente del Ejecutivo y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en el congreso de Valencia. Podía haberse evitado el bochorno, pero no quiso. Esto es lo que lo retratará para siempre, lo que invalida los reproches e incluso improperios que dijo de él antes, la retórica política empleada en su discurso, y las opiniones que pueda verter a partir de ahora. González está con el Sánchez de Bildu y con el Zapatero de Venezuela, que allí compareció de cuerpo presente. Lo demás son cuentos para gente tierna y emotiva criada en la Logse: el PSOE sigue siendo una secta inquebrantable, una tierra de lealtades reencontradas, y por eso el principal impedimento para el arreglo institucional del país y de su desafuero político, económico y social.

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